la pantalla global

La oreja de Quentin: 'Reservoir Dogs' cumple 25 años

La celebrada ópera prima de Tarantino llegó a España en 1992, de la mano del Festival de Sitges

22/09/2017 - 

VALÈNCIA. El próximo 5 de octubre alza el telón una nueva edición del Festival de Sitges. Y no una cualquiera. El certamen catalán cumple cincuenta años y lo celebra a lo grande, con la presencia de Guillermo del Toro, Susan Sarandon, William Friedkin y Dario Argento. Cuatro pesos pesados de la historia del cine, más allá de categorizaciones genéricas, que ponen de manifiesto una vez más la importancia de un festival por el que han pasado, entre otros, Sam Raimi, Peter Jackson, David Cronenberg, Peter Greenaway, Roger Corman, Tobe Hooper, John Carpenter, John Landis, George A. Romero, Abel Ferrara, Walter Hill o Andrzej Zulawski, por citar solo algunos cineastas de referencia mundial. Sitges fue también la puerta de entrada en España para el debut de Quentin Tarantino, un director estadounidense por entonces desconocido, que en 1992 aterrizó en la localidad costera para presentar Reservoir Dogs

En el escenario, antes de la proyección, se dirigió al público para presentar la película y dijo que los días previos andaba un poco preocupado, porque en Cannes hubo varias personas que abandonaron la sala durante la hoy famosa escena en que el gángster interpretado por Michael Madsen torturaba a un policía y le cercenaba la oreja. No obstante, añadió que todos sus temores se habían disipado la noche anterior, cuando acudió al estreno de la salvaje Braindead (Peter Jackson, 1992) y comprobó la entusiasta reacción de los asistentes, que jaleaban todas y cada una de las barbaridades que veían en la pantalla. Sitges, afirmó, era el mejor festival posible para un film como Reservoir Dogs. Y así fue. El jurado le concedió el premio como mejor director, la cinta inició una carrera que la convertiría en cult-movie y Tarantino volvió en diferentes ocasiones al certamen, ya convertido en estrella. En 2017, la película ha cumplido veinticinco años. Y aunque desde una perspectiva popular haya otros de sus títulos que han obtenido mayor éxito y repercusión, como Pulp Fiction (1994) o Kill Bill (2003-2004), su opera prima continúa siendo la favorita para muchos de sus fans.


‘Noir’ posmoderno

Desde un punto de vista histórico, el cuarto de siglo transcurrido permite contemplar Reservoir Dogs como un neo-noir de claro corte posmoderno, heredero de la tradición clásica del género negro, pero al mismo tiempo muy lejos de ella. Mucho se ha hablado de la capacidad de Tarantino para combinar elementos cinematográficos precedentes con objeto de crear una obra singular. Hay, incluso, quien le ha definido como un “cineasta DJ”, por su habilidad para las mezclas. Su caso, de hecho, podría ser paradigmático de lo que podríamos llamar intertextualidad audiovisual, ya que no hay duda respecto a que las imágenes de sus películas están relacionadas semánticamente con las de otras, de tal modo que el espectador sería el verdadero creador de significado en el proceso comunicativo. Pero con Tarantino parece más lógico hablar de transtextualidad, que se define como el proceso de transformación de un relato audiovisual o de alguno de sus elementos para la producción de otro. En cualquier caso, se trata de una serie de resonancias que contribuyen a configurar la estructura y el contenido de la película, producto de la educación cinematográfica de un Quentin Tarantino que, en sus años como dependiente de videoclub, deglutió con igual gula a Bruce Lee y Jean-Luc Godard (su productora se llama Band Apart, en homenaje al film Bande à part, dirigido por el francés en 1964), el cine de autor europeo y la serie B, John Woo y Eric Rohmer. Esa mezcla indiscriminada, y a menudo acrítica, es el caldo de cultivo ideal para una concepción del cine libre y carente de prejuicios, que bebe de fuentes diversas para crear un discurso personal.

Reservoir Dogs es un complejo puzzle en el que ni la gran abundancia ni el diferente tamaño de las piezas empañan la imagen final. Las referencias que baraja, muchas de ellas relacionadas entre sí, se multiplican casi hasta el infinito. Historia de un robo frustrado, mantiene evidentes puntos de contacto con Atraco perfecto (The Killing, Stanley Kubrick, 1956). Por ejemplo, una estructura que descompone la acción principal en diversos flashbacks, que a su vez sirven para aportar diferentes puntos de vista sobre la narración. Los saltos temporales se convierten en ambos casos en un recurso expresivo crucial, que permite completar el rompecabezas argumental, pero que también indica que los hechos han ocurrido ya, y que es tarde para cambiarlos. De este modo, se introduce la idea del destino predeterminado de los protagonistas, que, en una broma macabra de Tarantino, se reúnen en el almacén de una funeraria. Es uno de los múltiples ejemplos acerca el uso de la ironía en el film.

Cuando se escarba en el nido de referencias de Tarantino, da la sensación de que el cine es la única fuente de sus ficciones. Sin embargo, él mismo prefiere llamar capítulos a los diferentes segmentos de Reservoir Dogs, relacionando su estructura con la de una novela, y es evidente que la literatura será el punto de partida de sus siguientes películas: Las revistas baratas de quiosco en Pulp Fiction (1994) y una novela de Elmore Leonard (Rum punch/Cóctel explosivo) en Jackie Brown (1997). Pero es la sombra de Jim Thompson la que gravita sobre Reservoir Dogs. El autor, incluido en las listas negras del senador McCarthy durante la “caza de brujas”, hace gala en sus obras de un radical realismo crítico, y sus incursiones en la psicología criminal le hicieron evolucionar hacia un cruel escepticismo y una violenta desesperanza. No es difícil rastrear su mirada fatalista en el film de Tarantino ni en Atraco perfecto, película basada en una novela de Lionel White en la que Thompson, de hecho, se encargó de la supervisión de diálogos. Para cerrar el círculo con una anécdota, el aspecto de los atracadores de Reservoir Dogs, sobre el que tanto se ha especulado, remite directamente al de Steve McQueen en La huída (The Getaway, 1972), adaptación de la novela homónima de Thompson dirigida por Sam Peckinpah, con cuyo Grupo salvaje (The Wild Bunch, 1969) no tienen poco que ver, precisamente, los ladrones de Tarantino. Tampoco es casual que el Señor Azul esté interpretado por el veterano Eddie Bunker, no un actor, sino un delincuente reconvertido en escritor de culto, que ingresó en la prisión de San Quintín a los dieciséis años. Suya era la novela en que se basó Libertad condicional (Straight time, Ulu Grosbard, 1978), que Tarantino admite haber revisado mientras escribía el guión de Reservoir Dogs.


Ya hemos citado a Sam Peckinpah, uno de los grandes maestros del western, género en el que también se pueden buscar paralelismos con Reservoir Dogs, como el duelo final a tres bandas de El bueno, el feo y el malo (Il bueno, il brutto, il cattivo, Sergio Leone, 1966), una película que se define por las relaciones de violencia y traición que se establecen entre los personajes, del mismo modo que la presencia de Harvey Keitel en el reparto puede remitir a Malas calles (Mean Streets, 1973) y toda la iconografía gangsteril de Martin Scorsese, o el distanciamiento irónico conecta con la mirada posmoderna sobre el género negro que ya habían avanzado los hermanos Coen en Sangre fácil (Blood Simple, Joel Coen, 1984) y Muerte entre las flores (Miller’s Crossing, Joel Coen, 1990), pero para concluir el intertextual juego de citas que vertebra Reservoir Dogs es necesario mencionar City on Fire (Lung fu fong wan, Ringo Lam, 1987), un film de Hong Kong que narra la peripecia de un policía infiltrado en una banda de ladrones de joyas. Ejem. En City on Fire la narración es cronológica, y se presta una mayor atención al desarrollo de la trama policial que desembocará en la desarticulación del grupo de delincuentes, pero hay una serie de elementos coincidentes (aparte de otros detalles menores) que permiten hablar de intertextualidad: La relación de amistad que se establece entre el policía infiltrado y uno de los componentes de la banda, idéntica a la existente entre Harvey Keitel y Tim Roth; la llegada al almacén tras el atraco abortado y la sospecha de que existe un infiltrado: cuando se acusa al policía, el delincuente con el que ha trabado amistad le defiende; el duelo a tres bandas, que en City on Fire se resuelve sin disparos, y que Tarantino lleva hasta sus últimas consecuencias; y la confesión: a punto de morir, en brazos del delincuente que ha confiado en ellos, los policías infiltrados en ambas películas admiten: “Soy policía”.


El descubrimiento de City on Fire por parte de un sector de la crítica, cuando Reservoir Dogs ya se había convertido en una película de impacto mundial, derivó en una relativización de los méritos de Tarantino como creador. Sin embargo, todo el cine del director norteamericano está plagado de resonancias similares. Su habilidad reside en la capacidad que demuestra para, partiendo de un material tan diverso (y, muchas veces, de calidad más que dudosa), crear una obra con voz propia. Años después, y sin salir de los márgenes del género negro, Tarantino repetiría la jugada en Jackie Brown, que sublima los clichés del subgénero blaxploitation a través de una inteligente relectura de sus claves estéticas y temáticas.

Atraco imperfecto

Toda la acción de Reservoir Dogs se articula en torno a un atraco que, en realidad, nunca veremos. De hecho, en el film es tan importante lo que vemos como lo que no vemos, tanto desde el punto de vista del encuadre como de la propia historia. Toda la película está construida a partir de un enorme fuera de cuadro. Ya sea el citado atraco o la amputación de la oreja al policía por parte de Michael Madsen, las cumbres climáticas del film se desarrollan en off. La opción es casi tan suicida como la decisión de salpicar el metraje de conversaciones intrascendentes, que no ayudan a que prospere la acción, pero contribuyen a definir a los personajes.

Tarantino opta por una representación realista de la violencia y, por tanto, perturbadora e incómoda para el espectador. Más allá del despliegue de hemoglobina producto de la herida en el estómago que sufre Tim Roth, y en contra de la opinión de directores como Daniel Calparsoro, que han considerado que Tarantino explota la violencia como un espectáculo, el director americano se sitúa, precisamente, en el lado opuesto. La violencia es realista y, por tanto, terrible, ya se trate de una mujer sacando un arma de la guantera y disparando asustada y en defensa propia a Tim Roth o de Chris Penn demostrando su desprecio por el policía torturado acribillándolo sin miramientos. 

 

De hecho, esa brutal violencia se traslada a la planificación de numerosas escenas, según la máxima de Sergio Leone de “plantear primero las respuestas y después las preguntas”, cuyo ejemplo paradigmático sería la muerte de Michael Madsen: primero le vemos recibir los balazos y después descubrimos el plano en que Tim Roth le está disparando. Finalmente, la violencia afecta también a los diálogos de la película, repletos de tacos y coletillas desafiantes, con la significativa excepción que supone la relación entre los personajes de Harvey Keitel y Tim Roth. Algunos analistas han querido ver ahí la sombra de una relación homoerótica. La lealtad entre ambos, el hecho de que Roth le confiese su condición de policía y la forma en que intiman y se relacionan (en el trance final, Roth pide a Keitel que le abrace), unidos a la inconcreta alusión a una mujer llamada Alabama en la conversación entre Keitel y Lawrence Tierney, podrían apoyar la teoría, que supondría una interesante puesta al día de la iconografía gay en el cine negro, un universo viril habitado por tipos duros donde los personajes homosexuales siempre han poseído connotaciones negativas, ya fuera el Peter Lorre de El halcón maltés (The Maltese Falcon, John Huston, 1941) o el Clifton Webb de Laura (Otto Preminger, 1944). Sin embargo, parece más lógico pensar en una relación de carácter paterno-filial, o de maestro y discípulo. Las frases que Keitel grita a Roth para animarle cuando le conduce, herido, al almacén, más bien parecen las de un padre animando a un niño: “¿Quién es un tipo duro? ¿Eh?” Esta interpretación, además, adquiere mayor relevancia si se establecen paralelismos con otras relaciones similares de la película: la del mismo Keitel con Lawrence Tierney (a quien llama “papá”) o la de Michael Madsen con el propio Tierney, que tanto por su edad como por su condición de organizador del atraco, se erige en figura paterna de todos los participantes en el robo (entre los que, por cierto, se encuentra Chris Penn, su propio hijo).

La escena introductoria de Reservoir Dogs condensa muchas de las claves de la película. Asistimos a un desayuno entre varios hombres de los que nada sabemos, pero que ya establece las relaciones entre ellos. Hay un personaje de más edad, Lawrence Tierney, que viste diferente del resto, da las órdenes y paga la cuenta, es decir, detenta la autoridad. Su relación es especial con dos de los presentes: Harvey Keitel, que se permite bromear con él a costa de su agenda, y Michael Madsen, que a su vez define su naturaleza violenta al proponerse jocosamente para matar a Keitel. Con ellos, Steve Buscemi, que tiene un largo parlamento para justificar su decisión de no dar propina a la camarera. Su argumentación se basa en un razonamiento lógico, del mismo modo que, posteriormente, cuando lleguen al almacén, será el único capaz de pensar con tranquilidad, de mantener su nombre en secreto y, no menos importante, de guardar el botín a buen recaudo. Será también el único que logra huir. Por contra, Tim Roth casi no habla. No sabemos nada de su personalidad, porque es quien juega con las cartas marcadas.


La secuencia está rodada con steadycam, girando en panorámica de 360 grados alrededor de los personajes. Una perspectiva irreal, que rompe el punto de vista tradicional del espectador y que indica que todo el metraje va a girar (Tarantino no puede ser más prosaico) en torno a los personajes, y no al espacio físico, que siempre va a mostrar en toda su amplitud, utilizando una profundidad de campo que subraya la importancia de las figuras en el espacio. Además, remarca la cohesión del grupo y muestra también cómo va a utilizar el tiempo fílmico: Como la espalda de los personajes es negra, cambia de plano aprovechando esa transición, al estilo de Alfred Hitchock en La soga (Rope, 1948), aunque con una intencionalidad dramática diferente, ya que aquí se trata de subrayar la relatividad del tiempo en la película. Tarantino usará el flashback, al flashback dentro del flashback, el flashback falso (con un ralentí que refuerza esa idea de irrealidad) y el tiempo real (la escena de la tortura), en función de las necesidades que le imponga su decisión de mostrar la acción.

 

Todos los participantes activos en el robo llevan traje negro, camisa blanca y corbata fina. Un uniforme. Tarantino transmite así la idea de grupo organizado, pero también de normalidad. Siguiendo la interpretación del hoy cineasta Paco Plaza, autor de una monografía sobre la película (Midons Editorial, 1997), la indumentaria refleja en el exterior el equilibrio o desequilibrio interior de los personajes. Michael Madsen se quita la chaqueta para torturar, por decisión propia, al policía: Está rompiendo las normas. Igualmente, cuando la camisa de Tim Roth se tiñe del color rojo de la sangre, es cuando todo el plan comienza a desmoronarse. De ahí que Keitel trate de peinar a Roth cuando está herido, y él mismo se arregle el pelo y el traje frente al espejo cuando habla con Buscemi en el almacén. Es como si rehabilitando su apariencia externa, trataran de que las cosas pudieran volver a una normalidad ya irrecuperable.

La escena prólogo muestra la tensión existente entre los personajes (con Madsen siempre aislado de Keitel, por ejemplo), pero se zanja de manera divertida, con elucubraciones sobre el significado de la canción de Madonna Like a virgin. Cuando aparecen los títulos de crédito, el espectador tiene todavía una sonrisa en la boca, que desaparece con la violenta entrada del plano siguiente, con un Tim Roth cubierto de sangre y a punto de morir en el asiento trasero de un coche. Con una inesperada elipsis (el atraco ya se ha llevado a cabo), Tarantino cambia el tono del film, de humorístico a dramático, pero no su mirada sobre los personajes: la escena es de tal tensión, que renuncia al plano/contraplano (una constante en todo el metraje) para forzar una secuencia con la cámara dentro del vehículo, moviéndose alternativamente en nerviosos barridos a derecha e izquierda entre Keitel y Roth, con objeto de transmitir la angustia de la situación.

Cuando llegan al almacén, Keitel deposita a Roth en la rampa, facilitando una composición del plano basada en el ya citado uso de la profundidad de campo, y poco después aparece Buscemi. La conversación entre Keitel y Buscemi sirve para subrayar, nuevamente, la importancia del fuera de campo, ya que no vemos cómo se desarrolla, del mismo modo que no hemos visto el atraco. Sólo entramos en la habitación donde se encuentran para que Buscemi dé paso al primer flashback, en el que se visualiza su huida del lugar de los hechos. La rápida aparición de la policía le induce a pensar que hay un soplón entre ellos, y tras informar a Keitel de que posee los diamantes, se produce el segundo flashback, en el que constatamos lo que se sugería en la escena prólogo: Keitel conocía a Lawrence Tierney y Chris Penn desde tiempo atrás. La información se nos va sirviendo con cuentagotas.



La aparición de Madsen en el almacén es una nueva muestra de cómo Tarantino utiliza el fuera de campo. Mientras Keitel y Buscemi pelean, la cámara se desplaza alejándose de ellos y abarcando todo el espacio del almacén, hasta que la espalda de Madsen aparece en uno de los lados. Cuando salgan a por el policía que ha secuestrado, asistimos a otro ejemplo de “respuesta previa a la pregunta”: en un plano desde el interior del maletero, vemos la reacción de los tres gangsters ante su contenido, y no será hasta el plano siguiente cuando, como espectadores, descubriremos la sorpresa que Madsen guarda en su coche. Un nuevo flashback proporciona más información, en este caso acerca de la también intuida relación previa entre Madsen, Tierney y Penn.

La escena de la tortura vuelve a subrayar la importancia del fuera de campo y del uso del tiempo por parte de Tarantino, que la rueda al ritmo real de Stuck In The Middle With You, la canción de Stealers Wheel que suena en la radio. La muerte de Madsen (otra respuesta previa a la pregunta) introduce la clave final del argumento: Tim Roth conversa con el policía torturado, le informa (y al espectador) de que es un agente infiltrado y da paso al flashback más largo, en el que se narra su introducción en la banda y se introduce a su vez un falso flashback que evidencia su condición de artificio, al mostrar a Roth contando una anécdota inventada a los propios policías integrados en ella.

Por medio de un juego de ocultación, que proporciona la información al espectador de manera minuciosa, Tarantino compone un rompecabezas que, si bien integra numerosos elementos prestados de otros títulos, posee tal personalidad e identidad propia que propició que se acuñara el término “tarantiniano” y, más importante aún, abrió el camino a producciones posteriores como Sospechosos habituales (The Usual Suspects, Bryan Singer, 1999) o, qué le vamos a hacer, Lock & Stock (Guy Ritchie, 1998) y Baby Driver (Edgar Wright, 2017), en las que la huella de Reservoir Dogs resulta incuestionable. La opera prima de Quentin Tarantino se erige en un modelo perfecto de actualización de los presupuestos del cine negro desde una perspectiva absolutamente contemporánea. Veinticinco años después de su estreno, se ha convertido en un clásico en el que todavía se siguen mirando muchos directores debutantes. 

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