la yoyoba / OPINIÓN

La maldición del Vinalopó

6/07/2018 - 

Hola, me llamo fulanita de tal y soy aparadora. Sentadas casi en círculo, van presentándose una a una como en una terapia de grupo para salir del agujero negro en el que las ha situado un mercado laboral sin escrúpulos. La mayoría ronda la cincuentena, tienen los tobillos hinchados y las manos deformadas por la artrosis  tras llevar más de treinta años sentadas delante de una máquina de aparar. Vienen de Elche, de Elda, de Villena. Todas son mujeres buscando cobijo entre otras mujeres, las kellis, para huir de una maldición común que las ha convertido en desheredadas de la tierra. Una peste genética que se transmite a través del cromosoma X. Son profesionales expertas de un sector industrial clave para estas comarcas alicantinas que ha asentado los cimientos de su riqueza sobre una fosa común donde han enterrado en vida a las aparadoras clandestinas. Ellas dicen que son invisibles, pero no es verdad. La realidad es aún peor. Las conoce todo el mundo, saben dónde viven, qué hacen, cuánto cobran, pero a nadie le importa. No son las invisibles. Son las olvidadas. Es más fácil hacerles un homenaje en el MAHE, un monumento en Carrús, que un contrato laboral. Trabajan a destajo en sus casas, sin seguridad social, sin IRPF, sin derecho a paro, sin vacaciones, sin horario de cierre. Se calcula que hay más de siete mil mujeres en esta situación de esclavismo laboral en la provincia de Alicante. En la economía sumergida siempre hay trabajo para ellas. “Hacen falta aparadoras” es quizá una de las demandas laborales más persistentes en Elche. Pero esos anuncios no siempre llevan aparejado un contrato de trabajo. Ellas ponen el local dentro de sus propias casas, la maquinaria, la experiencia, se fijan el horario y arriesgan la salud inhalando colas insalubres. A cambio, reciben unos 50 céntimos por cada par de zapatos. Llevan muchos años haciendo lo mismo, desde que Franco incentivó el regreso a casa de las empleadas casadas para fomentar la cría intensiva de la prole y amarrar a las esposas a las nóminas de sus maridos. Muchas abandonaron las fábricas de calzado pero se llevaron a casa el trabajo a escondidas para poder llegar más desahogadas a fin de mes. El paradigma de la conciliación familiar y laboral, decían durante los días de vino y rosas de cualquier patología social.  Se podía cuidar a los hijos pequeños, limpiar la casa y en ratos robados al descanso, conseguir un sobresueldo familiar sin pasar por Hacienda. Luego se convirtió en una rutina, en un círculo vicioso del que es difícil escapar. Enganchadas al aparado clandestino, no fueron conscientes de que el juego tenía trampa. Olvidaron que siempre gana la Banca. 

A una de las líderes del incipiente colectivo de aparadoras clandestinas de Elche no se le cae el empoderamiento de la boca. “Tenemos que empoderarnos”, repite como un mantra. En el feminismo, en la sororidad entre precarias, en los altavoces mediáticos han depositado todas sus esperanzas para salir de la negritud en la que han pasado toda su vida. Muy agónica debe ser la situación si se arriesgan a que nadie les vuelva a ofrecer faena. Ni en negro, ni en blanco. Saben que quien se mueve no sale en la foto. Muy desesparadas deben estar para que sus referentes en la lucha sean las kellis y no los sindicatos. Y eso que si ellas decidieran ponerse en huelga, el sector del calzado se echaría a temblar. El otro día las recibió el alcalde de Elche para escuchar sus reivindicaciones y buscar soluciones a este esclavismo endémico que arrastra el Vinalopó. Creo que se ha enterado de todo por la prensa. 

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