la yoyoba / OPINIÓN

Los delantales y el punto yugoslavo

16/02/2018 - 

Soy un caso perdido. La viva imagen de un fracaso colectivo. Una borde social a quien no han sabido meter en vereda. Desconozco si soy un error genético del patriarcado o un brote díscolo que creció en los resquicios del sistema, pero la verdad es que no he conseguido cumplir ni una de las cosas que se esperaba de mí. Soy una mujer malograda (pongo risas enlatadas por si acaso). De pequeña ya apuntaba maneras. Mi madre me matriculó en todas aquellas actividades que harían de mi una mujer de provecho. En clases de costura durante las siestas de verano o a bordar mantelerías con punto yugoslavo para mi ajuar. Pero no había forma de encarrilarme. “Esta niña aprende antes a hablar en yugoslavo que a enhebrar un aguja”, sentenció la jefa de los bastidores. También hice mis pinitos con el baile. Y con la gimnasia. Pero tropecé una y mil veces con el potro, un aparato salvaje o un instrumento de tortura, lo mires por donde lo mires. La cocina donde reinaba mi abuela era un territorio minado donde nunca aprendí a caminar con soltura hasta que se convirtió en un ejercicio de pura supervivencia. Nada de amor. Solo negocios. Y limpiar la casa siempre fue el castigo que me imponía mi madre para rescatarme de los mundos de Narnia. La niña se escoraba irremisiblemente hacia la inutilidad más absoluta. Ganaba concursos de poesía escolar, leía tebeos y traficaba con novelas de Marcial Lafuente Estefanía. Un horror, vaya. Un grano en el culo de la feminidad tal y como la entendían las próceras de misa mayor que pasaban lista en el ventanuco del confesionario.  Si por lo menos fuera guapa se me podrían perdonar esos pecados veniales, pero no era el caso. Tampoco practicaba bonitas sonrisas rubias a lo Doris Day, recetas infalibles del celestineo popular para maquillar engendros como yo.

No me siento orgullosa de esas tareas que nunca aprendí, bien por ineptitud o por rebeldía ante convencionalismos que me producen repelús. Quizá la costura o los fogones me habrían permitido ganarme la vida mejor que el periodismo o la escritura. Sin embargo, a pesar de esas credenciales personales que me auguraban un futuro incierto, me he convertido en una mujer, como tantas otras, que capea como puede el temporal del día a día. Trampeando con las brechas propias de mi edad y de mi sexo. Subiendo por paredes verticales sin arneses ni poleas para acabar descubriendo que el cielo es un simulacro de cristal con acceso restringido. Sorteando aludes laborales que te conservan en perfecto estado de congelación, cual momia de las nieves. Esquivando temporales domésticos que se desatan nada más abrir la nevera o el cuarto de la plancha. Contando hasta cien para no pegarle una patada al tablero donde jugamos contra tahúres acostumbrados a usar cartas marcadas escondidas en sus partes más bajas. Escalando palafitos untados con brea. Cucañas sin premio. Columnas llenas de buenas palabras que se lleva el viento. Y aún así, me declaro afortunada. Pero esto no va de pronombres personales. Se necesitan verbos, acciones colectivas, para cambiar los discursos que sitúan a las mujeres como elementos accesorios. Así que, este próximo 8 de marzo me uniré a la huelga de delantales colgados en las ventanas para observar plácidamente cómo se cocina el mundo sin la mitad de los ingredientes. Bon profit.

  



COLGAR EL DELANTAL EN LA VENTANA

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