la yoyoba / OPINIÓN

Vecinos maravillosos

14/06/2019 - 

Hubo un tiempo en que se podía viajar graciosamente por el mundo. Por un mundo hecho a medida de carreteras generales y secundarias que se trenzaban sobre el mapa como una red venosa de circulación lenta. Había que echarle horas, eso sí, y tener confianza en el prójimo. Pero con un pulgar bien entrenado y pinta de buena persona, podías llegar a tu destino sin incidentes remarcables. El autoestopismo, más que una forma de transporte era una aventura, un viaje iniciático para trotamundos que lo mismo volvían a casa por Navidad que se alejaban de sí mismos huyendo en vehículos ajenos. Esa libertad de movimiento tenía sus riesgos pero eran probabilísticamente asumibles. 

Conductores que pretendían cobrarse el billete en carne siempre han existido. Son los que te metían mano antes de llegar a la primera curva y te bajaban en la segunda si no te mostrabas solícita al magreo. Pero también te encontrabas gente maravillosa que solo pedía conversación y un poco de compañía a cuenta del kilometraje. Personas que te invitaban a comer y hasta alargaban su camino para llevarte a tu destino aunque no fuera el suyo. Ya casi no quedan autoestopistas por las carreteras de España. Son una especie en vías de extinción. Y el motivo no es solo por la proliferación de autopistas donde no se aceptan a esos nómadas del asfalto. Tampoco por el blablacar, que es un autoestopismo a bajo precio dentro del capitalismo colaborativo que ha sustituido la fórmula romántica del gratis total. 

La amenaza proviene de la pérdida de confianza mutua entre quienes compartían trayecto por el módico precio de una plática ambulante. Nadie se fía de nadie. Ni en la carretera ni en la calle ni en la política. La sospecha permanente del engaño a la vuelta de la esquina nos empequeñece como seres humanos. Cualquiera puede ser un asesino en serie escapado de un relato de ficción, un devoraniñas cibernético, un vendepatrias al mejor postor que cambia votos por sillones sin pedir permiso a su electorado. El miedo a la traición, en todas sus facetas, nos ha endurecido la piel y hace que parezcan heroicidades lo que en otro tiempo eran simples comportamientos civilizados. 

El otro día tuve la suerte de toparme con un ser humano. También con un espécimen rastrero de los que proliferan en el anonimato de las ciudades. Un conductor se empotró contra mi coche aparcado en la calle. Lo subió en volandas a la acera y luego se marchó creyéndose impune. Sin remordimientos, sin testigos. Pero un vecino oyó el golpe. Bajó de casa para ayudar al accidentado y al ver que se marchaba sin dejar rastro, subió a su coche, le siguió hasta alcanzarlo, anotó la matrícula y llamó a la policía. Luego me dejó su teléfono en el parabrisas por si le necesitaba como testigo. Todo eso a las siete de la mañana con las calles aún por desplegar. Reconforta mucho saber que un desconocido es capaz de hacer todo eso porque cree que es lo que debía hacer. Sin esperar recompensa alguna. Un sencillo ejercicio de civismo y buenas prácticas tan en desuso. 

Una flor asfáltica como esas que, cabezonamente, se resisten a morir enterradas entre los adoquines y el alquitrán. Este vecino extraordinario me ha hecho recordar la autoestopista que fui, siempre en el borde de la línea que separa la ingenuidad del escepticismo. Y he contemplado, horrorizada, toda la maleza que me ha crecido alrededor. “Tengo que desbrozarme”, apunto en mi Sansung notes.

 

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