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Calma y tormenta en la segunda temporada de ‘The Bear’

8/09/2023 - 

VALÈNCIA. Llegó la segunda temporada de The Bear y comenzó algo más calmada que la primera. Aunque ya estábamos preparadas para el frenesí y el caos marca de la casa, que no han faltado, como luego veremos, esta entrega empezó menos crispada y con la feliz idea de ofrecer algunos capítulos sosegados, como un oasis en medio de la tormenta, que han resultado, quizá, los mejores. 

Tenemos ahora al variopinto grupo humano del restaurante de bocadillos decidido a transformarlo en un local de alta cocina capaz de optar a una estrella Michelin. El estrés y los nervios vendrán provocados, sobre todo, por la reforma (a quién no le pone de los nervios una reforma), y la burocracia de los diversos permisos oficiales necesarios para comenzar la actividad (a quién no le pone de los nervios la burocracia). Claro que también este estrés cae encima de unos personajes que ya, de normal, viven estresados, crispados y al borde del precipicio, y que no son precisamente un modelo de contención emocional.

Así que la olla a presión va in crescendo, especialmente para el protagonista, ese Carmy Berzatto que, qué quieren que les diga, a esta cronista acaba resultándole un poquito insufrible en su permanente vacilación, expresada muy bien por su intérprete, excelente Jeremy Allen White, a través de su lenguaje corporal, la mirada huidiza y una expresión verbal llena de titubeos, tartamudeos, puntos suspensivos, frases sin terminar, interjecciones y todas las variaciones posibles de ummms, hummms y hmmmms. Carmy, por favor, acaba una frase de una vez.

Lo que vemos en la aventura de la preparación del nuevo restaurante es el aprendizaje que conlleva para varios de los personajes. Un proceso de crecimiento en el que aprender de cocina supone también aprender otras cosas, como paciencia, entrega, compromiso, alegría, empatía, etc. En algunos casos, el aprendizaje se va diseminando a lo largo de la temporada, a través de pinceladas, como en el caso de Tina, la cocinera veterana, maravillosamente interpretada por Liza Colón-Zayas. Cada vez que conquista algo nuevo, que supera un obstáculo, que siente que está avanzando y disfrutando, una sonrisa inolvidable ilumina la serie.

Y precisamente esos dos episodios sosegados que comentábamos se centran en estas cuestiones, en el aprendizaje, en el cambio. Son ese tipo de capítulos que se salen de la trama principal para seguir a alguno de los personajes y que, en esta serie tan frenética, se convierten casi en un remanso de paz, un espacio de calma que desde el otro lado de la pantalla agradecemos muchísimo.

En ambos, el cuarto (“Honeydew”) y el séptimo (“Forks”), salimos del restaurante y esa salida no solo cambia el espacio, también el tono y la estética. Incluso nuestra relación con la serie. Y lo hace con todo el sentido, puesto que en ambos casos los personajes van a descubrir algunas cosas nuevas o a culminar algo que empezaron y les transforma. Especialmente bello y calmante es el capítulo 7, no solo porque llega tras el volcán en erupción del episodio previo, del que ahora hablaremos, sino porque ofrece una especie de redención, de rescate del dolor y la ira de alguien que no esperábamos. Y nos conmueve.

En realidad, el único que no va a cambiar es Carmy, digamos que aprende poco. Lo que le sucede en el último capítulo, que de no deja de encerrar cierta sorprendente crueldad hacia el personaje, expresa bastante bien su imposibilidad de entender, de abrirse, de avanzar, por mucho que logre abrir un buen restaurante. Quiero pensar que, quizá, por eso era necesario el capítulo 6, “Fishes”, el más largo con diferencia, 66’, consistente en una cena situada en el pasado, con todos los miembros de la familia Berzatto a la greña, gritando, discutiendo y diciéndose cosas horribles. Hay quien lo ha saludado como uno de los mejores episodios del año, pero debo decir que aquí, en esta casa, nos ha costado un poco de digerir. No por la violencia verbal y la crispación y los enfrentamientos, que ya tenemos callo con eso en las ficciones seriales, sino por la exageración, la hipertrofia. Todos se enfrentan entre sí y, naturalmente, la cámara, pegada a los rostros y moviéndose frenéticamente entre unos y otros, como ha sido habitual en la serie, no pierde detalle. Pero es todo tan excesivo y grandilocuente, tan extremado que, de pronto, deja de hacer efecto, deja de parecer verdad.

No sé si han visto 21 gramos (2003), de Alejandro González Iñárritu. Con esa película, muy bien realizada y muy impactante, y su interés por mostrar el dolor del mundo de forma implacable, llegó un momento en que dejó de importarme. De pronto, era tanto el dolor, la angustia y la tragedia, expresadas de formas tan evidentes y explícitas, no solo por las interpretaciones desgarradas, sino por la propia puesta en escena, que acabé por no creerme nada de lo que allí pasaba. Se pasó de frenada. Y eso es lo que creo que le sucede al capítulo. El exhibicionismo del dolor acaba anulando la veracidad.  

He dicho que quizá era necesario el capítulo para entender por qué al protagonista le cuesta tanto amar y dejarse querer, pero, pensándolo bien, eso ya estaba contado. A través de su relación con la comida, con el orden, con la limpieza, de su necesidad de belleza y claridad en los platos, de su empeño en construir algo diferente y también de sus conflictivas relaciones familiares y personales. Creo que no necesitábamos el grand guignolPara cenas peliagudas, nada como el primer capítulo de la segunda temporada de Fleabag.

Y el plano secuencia. Me pasé toda la temporada esperándolo, seguro que ustedes también, aunque, en realidad, sabía perfectamente dónde y cuándo tocaba. En la inauguración del nuevo restaurante, claro que sí. Mucho antes de que llegara sabía cómo iba a ser: de la cocina al salón y vuelta, la cámara siguiendo a los platos cuando salen y entran, a los camareros y protagonistas en sus desplazamientos. No había ninguna duda. Y, efectivamente, ahí cayó y así fue. Está muy bien hecho, por supuesto, como toda la serie, y no diré que no sea pertinente, pero es que el plano secuencia se ha convertido en un recurso facilón, un cliché que, a poco que nos paremos a pensar, somos capaces de prever.

De ahí que, lo mejor de la temporada, que es entretenida, está bien hecha y es mejor que la primera, sin olvidar una mención especial a Ebon Moss-Bachrach, excelso como el primo Richie, lo mejor, decíamos, es precisamente aquello que no esperábamos, esos capítulos remanso, esos aprendizajes de los personajes fuera de su espacio, ese otro ritmo y otro tono. La calma que no habíamos previsto y hemos disfrutado.

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